Nietzsche una vez debió afirmar que la vida sin música sería un error.
No es una afirmación disparatada, solo basta observar que ser humano y música van inseparablemente de la mano.
La música empieza en nosotros desde antes de nacer o incluso antes de haber desarrollado la capacidad auditiva, bajo la forma de nuestro ritmo más primario. Y continúa con nosotros toda la vida hasta cuando estamos ya próximos a la muerte. En personas en estado de coma o Alzheimer avanzado, por ejemplo, se ha podido comprobar que la música genera una respuesta cerebral como ningún otro tratamiento había conseguido.
Existe la música desde los tiempos prehistóricos en los que vivíamos en cuevas, como un elemento ceremonial y ancestral para comunicarse con lo superior. En casi todas las culturas se ha considerado a la música como un regalo de los dioses y así se ha utilizado para comunicarse con ellos. De igual modo, la música puede encontrarse en la naturaleza y en las actividades cotidianas, como al golpear dos piedras o afilar una madera se produce un sonido rítmico, y el mantenimiento de un ritmo ayuda en la realización de esa tarea. También se ha pensado que la música podría haber surgido como un reclamo amoroso, como sucede con los pájaros u otros animales, pues la relación entre amor y música es conocida a lo largo de la historia. Así es que la música, en su origen, podría no solo estar ligada con lo sobrenatural (como elemento ritual supersticioso, mágico o religioso), sino con el amor y el trabajo colectivo.
La componen ritmo, melodía y armonía. Así como nuestro cuerpo tiene un ritmo vital, y una armonía. Incluso una de nuestras capacidades humanas más característica, el lenguaje, tiene musicalidad, y del mismo modo la música es un lenguaje universal. Es más, el ser humano es intrínsecamente musical y la música no solo influye en su inconsciente, sino que es un gran puente hacia éste. Ya que tiene la capacidad de emocionarnos con tan solo una nota, de evocar sentimientos de una manera certera y muy profunda; de resonar con nuestra propia música, la de nuestro corazón.
La música puede ser incendiaria, puede llegar a lo más hondo de tu alma, cambiarte la vida, empujarte a la acción. Puede conectarte con tu entorno, con tus emociones, o puede desconectarte de todo ello. Puede calmarte e incluso adormecerte con la misma facilidad con la que puede hacerte arder. Es visceral, matemática, innata, universal. Puede unir, puede separar. Es catártica, tribal, una reunión social o la más íntima compañera. En fin…la vida es música, ¿la escuchas?